ExCAVADORES

MJ PAREJO

Iba a ser un verano distinto a los demás, varias pistas me lo venían anunciando, aunque yo prefería ignorarlas. Aún era incapaz de interpretar que simplemente estaba abandonando poco a poco la niñez.
Mi primo Leo, dos años menor que yo, también percibía esos cambios, ante los que reaccionaba mirándome atento como si no me reconociera. Le defraudaba que no le secundara divirtiéndome con los juegos de siempre. “Sígueme, ¿qué te pasa?”, parecía pedirme con sus enormes ojos.
Como cada agosto, pasábamos las vacaciones en un pueblo costero de Huelva, en el mismo apartamento y con similares incidentes que los adultos se encargaban de recordarnos el resto del año.
Una mañana, mientras nuestros padres buscaban coquinas, Leo y yo cavamos un hoyo muy profundo en la arena de la playa de Matalascañas. Gracias a nuestra destreza con las palas, no tardamos en conseguir caber dentro sin dificultad. Conscientes de que el agujero se había convertido en un túnel en toda regla, continuamos avanzando durante no sé cuánto tiempo, nunca llevábamos reloj en verano. Dejamos de oír el sonido de las olas y los pájaros, la atmósfera se volvió tan misteriosa que nos atrapó.
El calor iba en aumento e imaginamos que debíamos andar cerca del núcleo terrestre. Si continuábamos en línea recta llegaríamos al otro lado del planeta, posibilidad que nos animaba a trabajar sin descanso. “Recuerda que al salir tendremos que hablar en inglés”, me advirtió mi primo. Yo asentí sorprendida por sus conocimientos de geografía, que le permitían afirmar lo que yo ya intuía: con un poco de esfuerzo más saldríamos al exterior en Nueva Zelanda.
Rascamos el último sustrato y unos rayos de sol nos iluminaron de nuevo, efectivamente, en la superficie de las antípodas. La mayor proeza a la que nos habíamos enfrentado hasta entonces.
Nos miramos como siempre que hacíamos algún descubrimiento asombroso, gritamos de felicidad, nos sacudimos la arena y una sobrecogedora sensación de libertad nos invadió. Nos encontrábamos en medio de la calle de una ciudad nueva para nosotros, decenas de neozelandeses nos observaban estupefactos. Pero lo cierto era que desentonábamos por completo en el entorno, semidesnudos y con el pelo lleno de barro. Eso me impedía disfrutar el momento. Leo, en cambio, sonreía eufórico. Para él no había nada más increíble que llegar al otro extremo del mundo descalzo y en bañador. Sentí un extraordinario vértigo. ¿A dónde me había conducido el túnel?

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